No sólo las calles son un fragor continuo. Se diría que toda la ciudad vive en un perpetuo estado de excepción, como si en Nápoles aunar lo irreconciliable fuera la cosa más natural del mundo. El favoritismo, la miseria, la especulación y el lujo conforman una realidad vital que desborda cualquier límite. La Camorra tiene sus propias leyes. El típico olor a moho de la decadencia impregna los barrios del casco antiguo y las casas de la periferia. El antiguo esplendor de los palacios se marchita en las sombras. Allí donde refulgía el arte arquitectónico, se deshacen macilentas las piedras tobáceas, se desprenden fragmentos de los techos, se pudren las vigas y se crían hongos en los frescos.
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